Murillo, Niños jugando a los dados (h. 1665)
Bayerisches Nationalmuseum (Munich)
En la escena aparecen representados dos niños jugando a los dados en posturas encontradas y un tercero comiendo pan o una fruta, con un perro pidiéndole comida. El fondo en el que se desarrolla la acción es un escenario idílico con un edificio en ruinas invadido por la naturaleza salvaje. Se trata de una pintura naturalista; los gestos de los niños se encuentran muy bien caracterizados, mostrando actitudes desenfadadas y vitales. Una línea diagonal une las cabezas de los tres muchachos y el centro de atención son los dados, efecto conseguido por el juego de luces y sombras y una gama cromática de pardos, blancos, grises y ocres, característico del barroco español.
La representación del juego en la pintura había sido popularizada por Caravaggio y sus contemporáneos. La escena responde a la tendencia de Murillo a representar a los niños como personajes de la calle, pícaros que se ganan la comida y que viven sin un techo. Esta condición social se observa en los rotos de las ropas de los personajes representados; además, el niño que está de pie no lleva calzado y el que está de espaldas tiene muy desgastada la suela de los zapatos, mostrando incluso los dedos de los pies. Se supone que se trata de vendedores de fruta o aguadores por la representación de la cesta con frutas y el cántaro, y que se encuentran jugando las pocas monedas que habían conseguido, aunque también se ha pensado que podría tratarse de pícaros.
Durante los siglos de la Edad Moderna, los niños constituían una parte fundamental del problema de la pobreza: el 25 por ciento de la población indigente durante los siglos XVI y XVII tenía menos de 10 años. Un ejemplo clave de esta realidad es la figura de los pícaros, como los que podría estar representando esta obra. Los pícaros eran unos vagabundos singulares, que llevaban esa vida por una situación de desarraigo, bien por abandono familiar o por abandono voluntario del hogar. Quienes tenían mayor ingenio y habilidad, eran los que conseguían mayores beneficios, y estas habilidades las aprendían en las calles. Los pícaros aspiraban a vivir del trabajo y de los bienes de los demás, vagando por el mundo sin un hogar al que regresar. Llevando una vida de peregrinos, estos niños se fortalecían física y moralmente, ampliando los conocimientos y habilidades necesarios para desenvolverse y sobrevivir.
En cuanto a los juegos, nadie se oponía en la Edad Moderna a dejar jugar a los niños juegos de cartas y de azar como los dados, es decir, a jugarse el dinero. Estos juegos eran muy apreciados por todos los sectores sociales, y eran muy propios de los pícaros, expertos en hacer fullerías y trampas. Era un tipo de juego que encajaba muy bien con el tipo de vida que llevaban; las ganancias les permitían alcanzar la efímera riqueza y prestigio que tanto ansiaban. Sin embargo, a finales de la Edad Moderna comenzó a surgir un interés, antes desconocido, por preservar la moralidad de los niños y educarlos, prohibiéndoles juegos clasificados desde entonces como nocivos y recomendándoles otros considerados como buenos. Esto preludiaba la actitud actual frente al juego; hoy en día son vistos como sospechosos, peligrosos, y la ganancia en el juego como poco moral. Se siguen practicando juegos de azar, pero con sentimiento de culpa, un sentimiento que procede de la moralización que transformó la sociedad del siglo XIX en una sociedad de “bienpensantes”.
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