viernes, 7 de marzo de 2014

Taxi para encontrar a Papá en Apatzingán, Historia de Vida

Yo quería ser futbolista o director técnico, no esto. Cuando era niño, me imaginaba entrando al Estadio Azteca, un chingo de papelitos de colores volando sobre mi cabeza y la gente coreando mi nombre. Pensaba en cómo me vería mi papá en la televisión con el número “10” estampado en mi camiseta, tan sudada por el esfuerzo que se me pegaría a un abdomen de piedra.

No me imaginé que terminaría así: sin fortuna, sin fama, desarreglado, con una enorme barriga que apoyo en el volante de mi taxi, un viejo Volkswagen con el que gano unos pocos pesos, mientras manejo por Apatzingán y escucho los partidos de fútbol en los que no estoy.

¿Qué hace un joven como yo, 25 años, aspirante a goleador de la Selección Nacional, en un taxi destartalado? Busco a mi papá. Se llama Rogelio Fernández Aguirre, tiene 46 años y está desaparecido desde el 11 de noviembre de 2012, cuando viajaba del Distrito Federal a casa. En algún lugar de la carretera Lázaro Cárdenas-Uruapan se desvaneció su presencia, luego de intentar vender un lote de playeras de equipos de fútbol.

Desde entonces, mi vida cambió. Me levanto a las 6 de la mañana, clavo la foto de mi papá en la guantera del auto y recorro toda la ciudad. Si me llevan hasta Morelia, mejor, porque siento que tengo más posibilidades de ver a mi papá por algún camino, alguna milpa. Todos los que se suben a mi taxi ven el rostro de mi papá, sus canas, su nariz ancha, sus lentes grandes, su boca grande, sus ojos saltones. Yo no tengo que decir nada, el pasaje lo memoriza y cuando se bajan me susurran “ojalá lo encuentren pronto”.

Cuando lo desaparecieron yo jugaba fútbol en segunda división en un equipo que prefiero no mencionar. Me ayudaron durante los primeros días de la desaparición de mi papá, pero luego quitaron los apoyos cuando me dediqué tiempo completo a investigar por qué encontraron la camioneta a la mitad del camino, con las puertas abiertas, sangre en los asientos, sin mercancía y con una advertencia que decía, más o menos, que el siguiente en la lista es un tipo que le dicen “El Mamá”.

Lo único que se me ocurrió para encontrar a mi papá fue ser taxista. Era ideal: recorrería las calles con su foto y si me metía en algún problema por encontrarlo podría decir que el auto no es mío y que el dueño me obliga a tener esa fotografía en el auto. Así que adiós sueños, adiós balón, adiós fama y gloria. Hola volante, hola papá clavado en la guantera, hola esperanza de que un día un señor o señora me diga “Oiga, yo he visto a ese señor de la foto cerca de mi casa”

Otros que me han visto en el taxi han comenzado a hacer lo mismo. Clavan fotografías de sus desaparecidos en los coches para encontrarlos y para no perderlos de vista, porque de algún modo es como si estuvieran con ellos.

Son mis nuevos hermanos. Taxistas a la fuerza, como yo, que ya no tienen vida. A todos se nos escapó la alegría. Subimos pasaje para comer y para tener suerte, que un día encuentren a nuestros desaparecidos, a los que les lloramos todos los días. Buscamos papás, mamás, hijos, sobrinos, vecinos, no expedientes, causas penales o números que no dicen nada.

Yo, confieso que lloro diario. A veces me invade tanta desesperación que me orillo en la calle y sollozo como niño. Me pasa, sobre todo, cuando escucho fútbol y me imagino en la cancha, pateando el balón, sirviendo un pase, aventando el esférico a la red con la cabeza y mi papá, desde las gradas del estadio, animándome a meter otro gol.

Me lo imagino sonriendo, orgulloso, presumido como era cuando yo goleaba. Y luego me invade la imagen del asiento rojo, su ausencia, su dolor, su angustia cuando se lo llevaba y él suplicaba que se llevaran todo el dinero, pero que no le hicieran nada, que él no es narco, sino un trabajador duro que se rompió la madre para que yo pudiera tener mi uniforme de fútbol de entrenamiento y de juego.

Lloro y me encabrono. Me miro dentro de esta jaula que es el taxi, la panza desbordada de tanto estar sentado, la playera sucia en lugar de la casaca de juego y los ojos hinchados en el retrovisor. Luego lo veo clavado en la guantera y me dan ganas de gritarle a mi papá ¿por qué no sentiste que iban por ti y huiste?

Luego me dan ganas de gritarle a todos ¿no ven lo que pasa en Michoacán? ¿por qué nos dejan morir solos? ¿por qué nadie viene, nadie auxilia, nadie quiere ver a los desaparecidos de este pueblo? ¿no les da remordimiento abandonarnos?

Y cuando me calmo, me seco las lágrimas, arranco el auto y vuelvo a recorrer Apatzingán, esta tierra de narcos, para ver si sube alguien que me lleve con él.

Vivo o muerto, carajo, pero llévenme con él. Yo manejo.

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